Decía Descartes que en Holanda se podía caminar entre los hombres como entre los árboles. ¡Qué gran elogio éste para los holandeses! Yo llevo ya muchos años, caminando casi diariamente entre ellos, entre los árboles, y me siento maravillosamente bien, casi diría que mucho mejor que entre los hombres. Los árboles son nobles y generosos, especialmente solidarios y tiernos, hasta el punto de que los más grandes extienden bajo tierra sus raíces, para que puedan fundirse con ellas las de los más jóvenes y, con ello, se nutran y alimenten de su savia. Yo no he podido estar nunca en Holanda, desde luego, pero sí en el Canadá, desde cuyos bosques veo salir el sol, alternativamente más o menos cada seis meses, y en distintas épocas, cada año. Aquí, mientras alguna veces paseo entre ellos, mezclando mis pasos con su serena quietud, dialogo con ellos y siempre su consejo y su eterna sabiduría me lleva por el camino recto y seguro. También desde aquí, no pocas veces, recuerdo a los más excelsos poetas que, tantas otras, se acordaron de los árboles y dejaron escrita para ellos parte de sus mejores poemas. Hoy, cuando caminaba, iba recordando al mismo tiempo este de Juan Ramón Jiménez:
Ayer tarde,
volvía yo con las nubes
que entraban bajos rosales
(grande ternura redonda)
entre los troncos constantes.
La soledad era eterna
y el silencio inacabable.
Me detuve como un árbol
y oí hablar a los árboles.
El pájaro solo huía
de tan secreto paraje,
sólo yo podía estar
entre las rosas finales.
Yo no quería volver
en mí, por miedo de darles
disgusto de árbol distinto
a los árboles iguales.
Los árboles se olvidaron,
de mi forma de hombre errante,
y, con mi forma olvidada,
oía hablar a los árboles.
Me retardé hasta la estrella.
En vuelo de luz suave,
fui saliéndome a la orilla,
con la luna ya en el aire.
Cuando yo ya me salía,
vi a los árboles mirarme.
Se daban cuenta de todo
y me apenaba dejarles.
Y yo los oía hablar,
entre el nublado de nácares,
con blando rumor, de mí.
Y ¿cómo desengañarles?
¿Cómo decirles que no,
que yo era sólo el pasante,
que no me hablaran a mí?
No quería traicionarles.
Y ya muy tarde, ayer tarde,
oí hablarme a los árboles.
Muchas gracias, Alberto, por recordarnos este tierno poema de Juan Ramón. ¡Es muy posible que los árboles hablan!. Quizá lo único que se necesita es saber o aprender a escucharlos y para eso hay que tener el oído que tenía Juan Ramón. Un abrazo, desde la fría Primavera de España.
ResponderEliminarTambién comienzo a leerte.
ResponderEliminarMe agrada hacerlo.
Gracias